Enfrentar a pesar de todo

Nunca fui una persona que frecuenté los médicos. Qué paradójico eso, siendo alguien que está interesado en la salud. Hace unos años empezaba con una sensación rara en la pierna izquierda (ese famoso “hormigueo”) a la cual no le di mucha importancia por un tiempo, hasta que ya me molestó lo suficiente como para ir al médico. La típica: el ciático, el peso, blablablá…


Un día, mientras iba a visitar a mi abuela, bajé del colectivo y me agarró un calambre muy fuerte en la misma pierna que ya me venía molestando. Al mismo tiempo, me agarró un calambre en la mano izquierda que me llevó a cerrarla y no poder abrirla por unos segundos. Me quedé quieto un minuto y pensé “quizás bajé mal del colectivo e hice un mal movimiento”. 

Y así empezó todo. Los calambres empezaron a aparecer cada 3 días, pero después se iban.
El día anterior a cumplir 24 años, me fui a dormir con esa sensación linda de saber que vas a cumplir años (porque nunca dejamos de tener esa ilusión, aunque tengamos 12 u 80 años), y apenas me acuesto, aparecen nuevamente los benditos calambres, pero esta vez más intensos que antes. Cronometré. Cada 3 minutos aparecían y duraban entre 15-20 segundos. 

Traté de sentarme como pude al borde de la cama, llorando del dolor, y salimos con mis viejos hasta la guardia del hospital, porque había llegado un punto que ya no toleraba más. “Estrés”, me dicen, mientras me dan relajantes y saludos de feliz cumpleaños llorando acostado en una habitación.


Derivaciones a otros médicos, placas, tomografías, hasta que descubren dos hernias discales en la zona lumbar. Algo de alivio sentí al escuchar al médico indicarme un procedimiento llamado “bloqueo nervioso” para poder estar mejor. Accedí a todo y no me importaba nada. Quería estar bien. Los calambres seguían estando, pero por suerte ya no eran tan intensos.

Llegó el día del procedimiento: varias agujas con corticoides y anestesia en la columna hicieron que a los 3 días fuese un hombre nuevo. Iba, venía, no paraba un segundo. A la par, cambié hábitos alimenticios, empecé kinesiología, me propuse hacer ejercicio, traté de enfocarme en mí. No quería volver a pasar por ese dolor feo. Estaba realmente feliz. La kinesióloga incluso me notaba mucho mejor.


Alrededor de los 6 meses después, me desperté una mañana y tenía una sensación extraña en la mano izquierda. No lo podía creer. No sentía la yema de los primeros tres dedos. Me propuse no hacer ejercicio para cuidar la espalda. Volví a tomar las pastillas que me habían recetado en este caso. Era consciente de que el efecto del bloqueo que me había hecho en algún momento se podía terminar. Inmediatamente me contacto con el médico explicándole la situación y me da un turno. Traté de actuar bastante rápido.


Me fui a bañar para relajarme. Lo único que recuerdo de ese día es que agarré el shampoo, y así como lo agarré, me vi en el piso. Dejé de sentir la mitad izquierda del cuerpo. No sentía el brazo, ni la mano, ni la pierna. No me pregunten cómo salí de la ducha. Me arrastré de la desesperación. Hice fuerza con la parte del cuerpo que sí me respondía. No le avisé a nadie y me encerré en mi habitación. Intenté vestirme, pero no podía levantar ni el brazo ni la pierna. No sentía absolutamente nada.

Salimos nuevamente de urgencia. Me indican un bloqueo nuevamente. Bloqueo que nunca hizo efecto. Me dormía con la ilusión de volver a tener la vida de hace unos días atrás, pero estuve 15 días de la misma forma, sin resultados, aunque de a poco iba volviendo a sentir. “Hasta acá pude hacer yo, Juan”, me dijo el médico, mientras anotaba el número de otro médico para que me viera.


Me derivó a un médico especialista en columna que me revisó y se quedó preocupado por el brazo, por lo que nuevamente me derivó, pero esta vez a un neurólogo, junto con una orden de resonancia de columna cervical. Lo primero que pensé fue ¿qué tendrá que ver el neurólogo?, y además, ya estaba cansado de ver tantos médicos y de hacerme estudios. Quería saber qué me estaba pasando.

Al tiempo, asisto al turno, donde el médico ve la resonancia y me hace un control físico general. Se queda unos 5 minutos pensando y analizando. Son esos minutos donde uno sabe que no hay un buen pronóstico. Lo único que me dice es “no nos preocupemos por ahora, Juan, vamos a hacer una resonancia de cerebro con contraste y unos análisis bien completos, pero quedate tranquilo que te prometo que lo vamos a solucionar”. No sé si era chamuyo o si era verdad, pero decidí creerle.


Un 9 de febrero, después de un año de idas y vueltas, me diagnosticaron esclerosis múltiple recurrente-remitente: esto quiere decir que hay recaídas (con nuevos síntomas o empeoramiento de los anteriores) y periodos de estabilidad entre esas recaídas. El médico contaba, y me marcaba en la resonancia, 10 lesiones en el cerebro y 2 en la médula espinal, poniéndole nombre y apellido a algo que había escuchado una vez sola en mi vida y lo hacía muy lejano. No entendía. Quería irme del consultorio, pero a la vez me sentía aliviado de saber qué era lo que tenía.

Mi vida dio un giro rotundo de 360°. Tuve que reaprender cosas que jamás pensé: agarrar un tenedor para llevarme la comida a la boca, porque se me caía, a escribir, porque solo podía hacer garabatos, a despertarme 15 minutos antes porque era el tiempo que me llevaba hacer algo tan simple y habitual como atarme los cordones. Y lo que más me dolió: tener que aprender a caminar de nuevo. Me dolía la pierna, no tenía equilibrio, no aguantaba hacer una cuadra. 

Entre todo eso, empecé el tratamiento que implica tomar dos pastillas por día de por vida. Sin embargo, pasaban los meses y no notaba cambio alguno, sobre todo en la marcha. Rehabilitación, cinta, kinesiólogos enseñándome cómo poner un pie delante del otro. Me costaba un montón y terminaba muy frustrado. Cada visita al neurólogo era: “paciencia, Juan, esto lleva tiempo”. Y nuevos estudios para hacerme: mapeo cerebral, potenciales evocados, análisis de sangre, etc.


El día que volví a caminar sin complicaciones lo recuerdo como si fuese ayer. Habían pasado 6 meses desde que empecé el tratamiento. Me animé a salir solo, sin ayuda. No hay forma de explicar la felicidad de volver a subirme a un colectivo. Incluso me bajé 20 cuadras antes y volví a mi casa caminando. Cuando entré, estaba súper cansado y lloré mientras abrazaba a mi vieja diciéndole “no sabés todo lo que caminé hoy”.


Todo siguió normal hasta que, a los meses, apareció otro brote leve en la mano derecha que me acompañó con espasmos involuntarios y corticoides por 15 días, junto con un poco de enojo y frustración. Pero puedo decir que hoy mi vida está un 90% normal. Mis lesiones siguen como siempre, sin aparición de nuevas. No hubo nuevos brotes. Convivo con las secuelas de los brotes anteriores propias de la enfermedad, como la fatiga, que siempre digo que es como si cargaras una mochila de 50 kgs desde que te levantás hasta que te vas a dormir. Además, no llegar a veces al baño, temblores en el cuerpo, necesitar que alguien me despierte porque a veces se me hace imposible, el no poder correr porque no tengo mucho equilibrio ni coordinación, pero a pesar de todo, voy. 

Hoy estudio lo que siempre quise, aunque me cueste un poco más que hace unos años. Trabajo, salgo, disfruto. Aprendí a valorar a mi cuerpo y sobre todo a respetarlo. Aprendí que de un día para el otro, cosas tan obvias como caminar o atarse los cordones se vuelven todo un desafío.

La esclerosis es una mochila que sé que me va a acompañar toda mi vida y que aún no entiendo. Conozco gente que, después de 5, 10 o 15 años, tampoco la entiende. Hay días que incluso me olvido que la tengo y otros días que me dice “hola, acá estoy”, y decido tomarla con humor, porque considero que las cosas sanan y se alivian un poco más entre risas.


Sí, a veces es un embole vivir con dos alarmas para no olvidarme de tomar las pastillas, o tener que llevarlas encima si llego a salir. Sí, también es un embole no poder tomar más que un vaso de cerveza con mis amigos. Sí, es un embole cancelar cosas porque a veces me siento muy mal o con un cansancio insoportable. Sí, es un embole tener que hacerse controles periódicos, resonancias y análisis de sangre. Sí, es un embole sentirse bien y pensar “hoy voy a disfrutar lo que más pueda porque mañana no sé cómo me voy a sentir”. Sí, me da vergüenza subirme al colectivo y mostrar el CUD porque considero que hay gente que lo necesita más que yo. Sí, es una mierda despertarte algunos días y sentir los músculos como un bloque de cemento.

Pero hoy me sigo preguntando qué hubiese sido de mi vida si esto no me hubiera pasado. Una vez leí que la esclerosis múltiple es para valientes. No sé, yo soy muy cagón. Pero de los cagones que enfrentan igual, o al menos lo intentan. Esta enfermedad autoinmune, neurológica, crónica, que daña al sistema nervioso central afecta actualmente a menos del 1% del país. Me tocó, que se yo. Hoy en día no tiene cura, pero se puede llevar una mejor calidad de vida con el avance de los tratamientos y diagnósticos tempranos. 

Hay veces que tengo la energía para comerme el mundo, y veces en las que mi energía se agotó a las 10 de la mañana y no puedo más. Vivo con el miedo de no saber qué me puede pasar mañana, pero con la certeza de que hago un poquito todos los días para mejorar.

Hoy quiero dejar mi granito de arena para hacer visible lo invisible. Por todos aquellos que vivimos esto todos los días. Por aquellos que todavía no pudieron recibir el tratamiento y la luchan. Por aquellos que usan bastón, silla de ruedas, o algún elemento que los ayude a caminar o moverse. Por aquellos que se deprimieron. Por aquellos que se enojaron. Por aquellos que la negaron. Por aquellos que hoy vuelven a tener una vida normal. Por aquellos que no saben que la tienen, pero sufren los síntomas. Por aquellos que se sintieron discriminados. Por aquellos que los síntomas aún les impiden hacer muchas cosas. Por aquellos que se animan siempre un poquito más. Por aquellos que siguieron adelante a pesar de todo. Por aquellos que siguen aprendiendo como yo.

Gracias a mis amigos, familia y toda la gente que me acompaña, escucha y sostiene en mi día a día.

Juan Cruz Lorenzetti